José María
José María venía en bus, por la Oroya, a Lima,
en sus audífonos escuchaba a Lou Reed;
afuera los cerros mojados, la lluvia entrándole por el hueco de la bala.
Esa mezcla de Perfect Day con la caída de la lluvia puso nostalgia
a la visión cristalina de la ventana.
Recordó entonces cuando chiquillo dormía sobre los pellejos;
aprendió el quechua, canciones más tristes todavía que las de Lou.
Los cerros con sus minas ya no eran morada de mitos.
Cerros como tumbas de Huarochirí y humo que salía de las chimeneas.
Un tren fantasma entró a un viejo túnel,
la lluvia sepia como las cuerdas de un arpa le cosquilleaba el hueco de la bala,
entonces se preguntó si en cincuenta años todavía existiría este país.
Esta idea lo avergonzó, puso otra canción, algo de Pastorita,
y casi el empezar a dar vueltas en torno a ello quedó dormido.
La carretera daba curvas, lo acurrucaba.
Oye, niño – le dijeron, regresa a casa.
Pero su madre murió. Niño, esta no es tu lengua. Pero él cantaba en el bus:
Aun no veo el cerro de mi pueblo,
soy un forastero,
soy un alma que vaga junto a un río.
Tengo un revólver al cinto.
Mi corazón, una tinya, un charango y una quena.
Ay mi corazón se lo llevó el río
y aun no veo el cerro de mi pueblo.
José María cantaba en quechua con su guitarra de palo, pero adentro,
en las entrañas de su voz, los danzantes ya contaban sus pasos.
La muerte – es una herida que se lleva desde el nacimiento,
la muerte – es un alma que acompaña: una nostalgia, un país.
El niño que cantaba en el río llamaba a su madre para que lo salve.
Ese niño tenía miedo, que se lleven su corazón,
que en cincuenta años nadie cante sus canciones en quechua.
Porque el país tenía montañas y cargamentos que llegaban a los puertos,
lo saqueaban todo, se lo llevaban todo.
Ese paisaje de perros famélicos que anunciaba la entrada a la ciudad
iba mezclando la muy dulce melodía de su voz con el fuerte sonido de una bala.
Sus amigos lo querían, pero el resto no entendía el quechua,
ni quería entenderlo, cosas de serranos – decían ellos,
ellos que hoy publican sus libros, lo estudian, lo celebran.
José María, el día que pusiste la pistola en ti,
alguien tocaba su violín en las alturas de Andahuaylas.
Ellos esperaban que lo hicieras para hacer de ti una leyenda:
la gran leyenda cultural del país. Ellos, que escupían en tus cantos.
Con una mano cogiste el arma, yo nacía cuando te despedías.
Tres días antes cantaste en una reunión con amigos,
alguien grabó tu voz y aquella grabación fue una burla a la muerte
que siempre te acechó, fue tu victoria
sobre una prole de intelectuales.
Un día antes fuiste a La Parada a comprar discos de huaynos;
nos emborrachamos escuchando a Jilguero;
nos vemos mañana, tú naces yo muero, cantabas.
Habrías tenido un flash back, tu infancia entre los indios,
una clase en la Universidad, o algo como una retama
que al comienzo te hiciera dudar,
pero que luego más bien te impulsara con una fuerza irrefrenable.
José María, una mujer canta en la esquina de mi calle,
viene de Ayacucho. ¿Estaré yo en su canto?
¿Estarán mis poemas en la palma de esa mano de barro?
José María, tú cantabas en quechua un rock en el fondo de mi tumba.
Yo escribo esto para cantar en ti.
José María
José María kam im Bus über Oroya nach Lima,
über Kopfhörer lauschte er Lou Reed;
draußen die nassen Berge, der Regen rann durch das Einschussloch in ihn hinein.
Die Mischung aus Perfect Day und Niederschlag verlieh
dem gläsernen Ausblick der Fenster Sehnsucht.
Er erinnerte sich, dass er als Junge auf Fellen geschlafen hatte;
er hatte Quechua gelernt, und Lieder, die noch trauriger waren als die von Lou.
Die Berge und ihre Minen wurden längst nicht mehr von Mythen bewohnt.
Da waren Berge wie die Gräber der Huarochirí und Rauch, der aus Schornsteinen aufstieg.
Ein Geisterzug fuhr in den alten Tunnel ein,
als der Sepiaregen über seine Schusswunde wie die Saiten einer Harfe strich
und er sich fragte, ob dieses Land in fünfzig Jahren noch am Leben wäre.
Er schämte sich für diesen Gedanken, wählte ein anderes Lied, von Pastorita,
und schlief ein, kurz nachdem er angefangen hatte, sich dazu im Takt zu wiegen.
Die Landstraße zog Kurven, stauchte ihn zusammen.
Hör mal, Kind – sagten sie zu ihm, komm nach Hause zurück.
Aber seine Mutter starb. Kind, das ist nicht deine Sprache. Da sang er im Bus:
Noch sehe ich den Berg meines Dorfes nicht,
ich bin ein Fremder,
bin eine Seele, die den Fluss entlang irrt.
In meinem Gürtel steckt ein Revolver.
Mein Herz, eine Tinya, eine Charango und eine Quena.
Ach, der Fluss riss mein Herz mit sich fort
und noch immer sehe ich den Berg meines Dorfes nicht.
José María sang auf Quechua zu seiner Akustikgitarre, aber im Innern,
in den tiefsten Lagen seiner Stimme, zählten die Tänzer ihre Schritte schon.
Der Tod – ist eine Wunde, die man von Geburt an trägt,
der Tod – ist eine Seele, die einen begleitet: eine Sehnsucht, ein Land.
Das Kind, das auf dem Fluss sang, rief seine Mutter zu Hilfe.
Das Kind hatte Angst, sie rissen ihm das Herz fort, hatte Angst,
dass in fünfzig Jahren niemand seine Quechua-Lieder singen würde.
Denn aus dem Land hatten Berge geragt, Frachtladungen die Häfen erreicht,
man hatte es ausgeplündert, alles an sich gerissen.
Die Landschaft der ausgehungerten Hunde, die den Anfang der Stadt ankündigte,
die sanfte Melodie seiner Stimme vermischte sich mit dem Knall einer Kugel.
Seine Freunde liebten ihn, die anderen aber verstanden kein Quechua,
wollten es nicht verstehen, das ist was für Leute aus dem Hochland – sagten sie,
sie, die heute seine Bücher veröffentlichen, studieren und feiern.
José María, am Tag, an dem du dir die Pistole angesetzt hast,
spielte jemand Gitarre auf den Höhen von Andahuaylas.
Sie erwarteten, dass du es tun würdest, um zur Legende zu werden:
die große Kulturlegende des Landes. Sie, die auf deine Lieder spuckten.
In einer Hand hieltest du die Waffe, ich kam auf die Welt, du gingst von ihr.
Drei Tage vorher sangst du noch bei einem Treffen mit Freunden,
jemand nahm deine Stimme auf und diese Aufnahme spottete dem Tod
der dir immer schon aufgelauert hatte, das war dein Sieg
über eine Meute von Intellektuellen.
Einen Tag vorher gingst du nach La Parada, um Platten von Huaynos zu kaufen;
wir betranken uns und hörten Jilguero;
wir treffen uns morgen, du wirst geboren, ich sterbe, sangst du.
Du hattest einen flash back, deine Kindheit unter Indianern stieg in dir auf,
ein Seminar in der Universität oder etwas wie ein Ginsterbusch,
der dich zu Anfang zweifeln ließ,
dich dann aber mit einer unaufhaltbaren Kraft vorwärts trieb.
José María, eine Frau singt an einer Ecke in meiner Straße,
sie kommt aus Ayacucho. Bin ich in ihrem Gesang?
Stehen meine Gedichte geschrieben auf dieser Handfläche aus Lehm?
José María, du sangst Quechua-Rock auf dem Grund meines Grabes.
Und ich schreibe nun dies, um für dich zu singen.
Anmerkungen:
José María steht für den peruanischen Autor José María Arguedas, der in seinen Romanen versuchte, den literarischen Indigenismus zu modernisieren.
Tinya, Charango und Quena sind andine Musikinstrumente.