Como una rolinga - Like a rolling stone
–La que va, es la lengua afuera– dijo y tiró el libro sobre la mesa.
Antes de leer el título, me quedé pensando en esa lengua rolinga, los labios gruesos y rojos, los dientes romos, blancos.
Under my thomb, el único tatuaje que me haría alguna vez, justo acá, en el omóplato, en el mismo lugar en el que lo tenían Paula y Laura y quién sabe cuántas chicas más de esas hermosas con flequillo que saben bailar rock & roll pirueta pero sobre todo se destacan en el arte de imitar a Mick Jagger con los brazos en jarra, simulando el aleteo fervoroso de alguna gallina blanca o roja o pinta un instante antes o después o quién sabe cuándo, en algún momento entre el amanecer y el atardecer. Pero Paula, Laura y yo agitábamos las alas de noche en viejos maduraderos de bananas del Abasto. Antros, sucuchos, lugares a los que llegábamos invariablemente despistadas, siempre muy bien escoltadas por muchachos un poco mayores de esos que andan cargados y caminan pecheando y se vestían casi igual a nosotras: pañuelito al cuello, pupera y bambula y jean y pelo largo.
Nuestra escolta era así, muy años 60s, chicos con muy buenos pectorales que se parecían un poco a Mick pero mucho más a Jim Morrison y, cuando no escuchaban los stones, escuchaban los Ratones y los decadentes y los Redondos y un poco de reggae. Nuestros chicos eran así, de manteca, pero nosotras éramos de fierro y escuchábamos metal y un poco de punk rock y Pappo. Teníamos estrategias para todo y a esos planes, –que nada tenían de absurdos pues nos salvaron la vida más de una vez– dedicábamos las horas previas a los partidos de Velez mientras los pibes colaban pastillas con cerveza y tire tire papelitos y el crack del equipo de Bianchi nos besaba a nosotras, escondidos bajo los puentes espiralados de Versalles. Y después de eso... Después de eso, no. Después de que un camión con acoplado quedara colgando, autopista abajo y nosotros tres fundidos en un beso, nosotras con el jumper verde apenas puesto y el jugador a cuatro manos en clara posición adelantada.
Todo así, todo así de ilegal y revolcado y estruendoso como el gol que metió en el minuto 34 y Velez campeón y la corrida directa hacia el palco donde estábamos nosotras que nos miramos y dijimos casi al mismo tiempo: obvio que conseguimos entradas para aerosmith.
Teníamos estrategias para todo, cédulas en las que éramos mayores, oraciones que nos libraban del mal y también del bien, maneras de insertar una llave en una cerradura o entrar por la ventana. Trucos para ocultarnos de algún H, algun x , B o D siempre protegidas por nuestra escolta fiel... Nuestra escolta provenía como nosotras de los cuatro puntos cardinales, cada una aportaba lo mejor en materia de rolingas de su barrio, cumpliendo siempre los requisitos ya mencionados y la condición sin equanon: Decir que sí siempre, a cualquier capricho, plan o proposición. Pero a nosotras nos gustaba mantener a la tropa contenta, estimulada así que nos esforzábamos en proponer aventuras cada vez más osadas. Nos dimos cuenta que había algo que se llamaba estilo y que el estilo
se curtía. Además de esos boliches sofocantes del abasto, íbamos a lugares innombrables con el mismo grado de humedad y mugre que se te pegaba en los pantalones, la misma proporción de rockeros y rolingas y chicas lindas de Ramos Mejía, de Morón o de Haedo. También estaba el tugurio bien de zona norte y el correo de flores y esa casilla al fondo de un baldío.. Un lugar que se llamaba La nave del olvido en honor a un lugar que se llamaba La nave del olvido en honor a una canción que mencionaba La nave del olvido, la original y primera, la de Ciudad Oculta. Apenas traspasamos el umbral, una nada que separaba el camino de tierra del pasto pujante del potrero, solo nos dió para decir:
–Melli, la puta madre, este lugar es un secuestro.
Y lanzarle unas miradas asesinas al Melli porque él había dicho que eso era un festival que iban a tocar los TTM y los decadentes. Yo solo veía una oscuridad bien oscura. Regados como manojos de cactus había grupitos de punkies con cresta y todo, que se dieron el gusto de mirarnos mal, con esa misma mirada discriminatoria de la que siempre eran víctimas. Teníamos estrategias para todo y había una muy clara: al peligro se lo encara de frente. Paula fue rápidamente hacia un grupo donde había uno de esos H X B o D de los que siempre solíamos huir y rondeándolo con su brazo fresco le dió un beso, un beso bien bien dado, en el cachete, sin ponerse en puntas de pie porque Paula era alta y estaba muy bien formada y tenía esa boca rolinga tatuada atrás y viva adelante. Y el H el B el D o el X se puso tan pero tan contento que le convidó su vaso y un cigarro y acercó el encendedor y una llama iluminó las miradas iluminándose, una directo a la otra, y Laura y yo y los escoltas supimos que estábamos salvados pero era todavía mejor y el tipo que estaba con el tipo que estaba con Paula era el mito vivo del punk rock nacional y la noche nos envolvió en un maravilloso desconcierto y el pasto se llenó de lucecitas de colores y flashes y chispas y un fuego sagrado prendió en mi corazón para siempre y Paula y Laura bailaban, una boca pegada a otra boca pegada a otra boca pegada a otra boca pegada a otra boca pegada...
Wie eine Rolinga
„Was geht, ist die rausgestreckte Zunge“, sagte sie und schmetterte das Buch auf den Tisch.
„Bevor ich den Titel las, dachte ich über diese Stones-Zunge nach, volle rote Lippen, stumpfe, weiße Zähne. Das einzige Tattoo, das ich mir irgendwann mal stechen lasse, ist Under my thumb. Genau hier, am Schulterblatt, an derselben Stelle, an der es Paula und Laura haben, und wer weiß wie viele noch von den hübschen Mädchen, die Rock ‘n Roll mit Drehungen tanzen können, die aber vor allem die Kunst beherrschen, Mick Jagger zu imitieren, die, die Arme in die Hüften gestützt, das inbrünstige Flattern eines weißen oder roten oder getüpfelten Huhns einen Moment vor oder nach oder wer weiß wann imitieren. Irgendwann. Zwischen Tagesanbruch und Sonnenuntergang. Mit dem Unterschied, dass Paula, Laura und ich die Flügel nachts in ehemaligen Bananenreifehallen des Abasto rüttelten. Lasterhöhlen, Bruchbuden, Orte, an denen wir stets leicht stoned aufschlugen, immer bestens eskortiert von etwas älteren Jungs, von der Sorte, die immer was dabei haben und die die Brust stolz rausstrecken und fast genauso angezogen waren wie wir: Halstuch, bauchfreies Top, Batist und Jeans und lange Haare.
Unsere Eskorte war … sehr sixties, Jungs mit starken Brustmuskeln, die ein bisschen wie Mick aussahen, vielleicht mehr wie Jim Morrison, und die, wenn sie nicht die Stones hörten, dann die Ratones und die Decadentes und Bob Marley. Unsere Jungs waren ... aus Butter, wir waren aus Eisen und hörten Metall und ein bisschen Punk und Hermética und Pappo. Und wir hatten für alles eine Strategie und diesen Plänen – an denen nichts absurd war, denn sie retteten uns mehr als einmal die Haut – widmeten wir uns in den Stunden vor den Vélez-Spielen. Während die Jungs Pillen mit Bier herunterspülten und Konfetti reinschmuggelten, küsste uns der Crack von Bianchis Teams, versteckt unter den spiralförmigen Brücken von Versalles. Und nach dem …
Nicht, nach dem ...
Nachdem ein Laster mit Anhänger verunglückt war und halb von der Autobahn herunterhing und wir drei miteinander in einem Kuss verschmolzen, wir, mit dem nicht ganz geschlossenen grünen Jumper und der Spieler vierhändig. Eine klare Abseitsposition. Alles. Alles war so jenseits des Gesetzes und zu Boden geworfen und tosend wie das Tor, das er in der 34. Minute geschossen hatte, und Vélez plötzlich Meister, und sein Lauf direkt auf die Tribüne zu, wo wir standen und uns ansahen und fast gleichzeitig sagten: Klar kriegen wir noch Karten für Aerosmith.
Wir hatten für alles eine Strategie, Ausweise, auf denen wir volljährig waren, Gebete, die uns vor allem Bösen und vor allem Guten bewahrten, die Technik, um mit einer Scheckkarte ein Schloss zu öffnen, durch ein Fenster einsteigen, rauszugehen, ohne dass es jemand bemerkte. Tricks, um uns vor irgendeinem H, einem X, B oder D zu verstecken. Stets beschützt von unserer treuen Eskorte. Unsere Eskorte stammte wie wir selbst aus allen vier Himmelsrichtungen, jeder von uns steuerte das Beste der Rolingas aus seinem Viertel bei, dabei erfüllten wir immer die schon genannten Anforderungen und die Bedingung sine qua non: zu jedem Plan, jeder Laune oder jedem Vorschlag „ja“ zu sagen. Und es machte uns Spaß, die Truppe bei Laune zu halten, auf neue Gedanken zu bringen, deshalb schlugen wir immer abgefahrenere Sachen vor. Wir merkten, dass es so etwas wie Style gab und dass man sich diesen Style erst erarbeiten musste.
Außer diese stickigen Läden im Abasto frequentierten wir unsägliche Bars mit demselben Grad an Luftfeuchtigkeit und Dreck, der dir an den Hosen klebte, mit demselben Verhältnis von Rockern, Rolingas und schönen Mädchen aus Ramos Mejía, Morón oder Haedo. Es gab auch noch diese Kaschemme, typisch für die Nordzone, und die Post von Flores und jene Hütte hinten auf einer Brache. Ein Club, der La Nave del Olvido hieß – zu Ehren eines Clubs, der La Nave del Olvido hieß – zu Ehren eines Songs, der La Nave del Olvido erwähnte, das erste und authentische Schiff des Vergessens, das in der Ciudad Oculta. Wir waren kaum über die Türschwelle getreten, ein Nichts, das den Feldweg von der dichten Wiese der Koppel trennte, und das einzige, was wir sagen konnten, war:
„Melli, fuck, dieser Ort ist eine Entführung.“
Und Melli tödliche Blicke zuwerfen, weil er behauptet hatte, dort gäbe es ein Festival, wo Todos Tus Muertos und Los Decadentes spielen würden. Ich sah nur eine sehr finstere Dunkelheit. Begossen wie eine Handvoll Kakteen standen da Gruppen von Punkern mit Iro in voller Montur. Sie hatten ihren Spaß daran, uns schief anzusehen, mit demselben diskriminierenden Blick, dessen Opfer sie sonst immer selbst waren. Wir hatten für alles eine Strategie und eine, die perfekt passte: Man musste der Gefahr direkt ins Auge sehen. Paul lief rasch auf eine Gruppe zu, in der sich einer jener H, X, B oder D befand, vor denen wir immer wegliefen, umarmte ihn mit ihrem frischen Arm und gab ihm einen Kuss, ein gekonnt auf die Wange platziertes Küsschen, ohne sich auf Zehenspitzen stellen zu müssen, denn Paula war groß und wohlgeformt und hatte sich hinten diesen Stones-Mund tätowieren lassen und vorne „Viva“. Und der H, der B, der D oder der X war so happy, dass er sein Glas und seine Zigarette mit ihr teilte und ihr das Feuerzeug reichte. Eine Flamme erleuchtete Augen, die sich gegenseitig entfachten, ganz dicht beieinander. Und Laura und ich und die Eskorte verstanden: Wir waren gerettet. Doch es kam noch besser. Der Typ, der bei Paula stand, war der lebende Mythos des argentinischen Punkrocks und die Nacht hüllte uns ein in ihre wunderbare Verwirrung und das Gras füllte sich mit weihnachtlichen Lichtern und Blitzen und Funken und ein ewiges Feuer loderte in meinem Herzen auf und Paula und Laura tanzten. Ein Mund, der an einem anderen Mund klebte, der an einem weiteren Mund klebte, der an einem weiteren Mund klebte, der an einem weiteren Mund klebte, der klebte.