En una cocina de rosario
Dos lucecitas verdes del módem en la oscuridad
titilan como si estuvieran asustadas.
Del freezer sale un ruido de viento polar
que me hace pensar que hay mundos
adentro de las cosas.
Adentro de la compu apagada
está Eugenia que se fue a España
con su familia durante la crisis
y no pudo volver nunca,
está Agu en Buenos Aires
tirado en la cama, pensando
con qué reemplazar el cigarrillo.
En mi celular sin crédito
hay varios mundos bloqueados:
en Paraná mi hermano que va a ser papá,
el Luchi volviéndose a Santa Fe para pensar todo de nuevo,
mi abuelo que a seis años de la muerte de mi abuela
volvió a vivir a su casa de Villaguay.
De la ventana para afuera hay en algún lugar un ex
que no dejo descansar en paz como los muertos
porque no nos perdono.
La luz amarilla de la calle
entra al cubículo de la cocina
para diferenciarme de la mesada
sobre la que me siento.
Apoyo la cabeza en la alacena
y hago shhh a las decisiones postergadas
y a la conversación que me dice
hay que ocuparse más y preocuparse menos.
Ya sé.
Ya sé todo lo que me van a decir y no aprendo.
Hay un agujero redondo con cables en la pared
esperando a que algo haga conexión.
Voy a la pieza, Lucha duerme,
la espera una semana difícil, pero duerme,
quiere decir que al menos ella
está en un mismo lugar.
Me acuesto mirando al revés la ventana
y pienso si las estrellas servirán para algo.
Cuando éramos chicos servían para decirnos
que ahí estaban los seres queridos.
Me gustaría verlas como perillas,
saber por qué no puedo conciliar el sueño,
saber en qué ciudad estoy
que no puedo estar acá, durmiendo.
*
Llegamos y está amaneciendo
en la esquina del mar y la punta de rocas
del morro sobre el que están las cabañas.
El sol, que es un tubérculo debajo del horizonte,
se prepara para saltar como un jugador de la NBA
en la cámara lenta del replay
y empieza a incendiar con un naranja furioso
todo el mar como si fuera
una superficie de querosén.
Nosotros, que estamos en la arena
desde el lado opuesto,
ponemos el pecho y esperamos que el fuego
nos llegue como un disparo, de todas maneras
iríamos a morir de sueño dentro de poco.
In einer Küche in Rosario
Im Dunkeln zittern die zwei grünen Lichtchen
des Modems, als hätte man sie erschreckt.
Und in der Kühltruhe pfeift der Polarwind,
der mich daran erinnert, dass im Innern der Dinge
Welten sind.
In dem ausgeschalteten Computer
steckt Eugenia, die während der Krise
mit der Familie nach Spanien ging
und nie wieder zurückkommen konnte;
steckt Agu in Buenos Aires
ins Bett gefläzt, der darüber grübelt,
wodurch er eine Zigarette ersetzen kann.
In meinem Handy ohne Guthaben
stecken mehrere blockierte Welten:
mein Bruder in Paraná, der bald Vater wird,
der Luchi, der zurück nach Santa Fe geht, um über alles nochmal nachzudenken,
mein Großvater, der sechs Jahre nach Großmutters Tod
wieder in seinem Haus in Villaguay wohnt.
Irgendwo da draußen vor dem Fenster geistert ein Ex herum,
den ich nicht in Frieden ruhen lasse wie einen Toten,
da ich uns nie verzeihe werde.
Das gelbe Licht der Straße fällt
in das Kabuff der Küche,
um mich von der Arbeitsplatte abzuheben,
auf der ich sitze.
Ich lehne meinen Kopf an den Schrank
und mache „Schhhh“ zu den aufgeschobenen Entscheidungen
und zu dem Gespräch, das mir sagt,
man soll sich mehr kümmern und weniger bekümmert sein.
Ich weiß schon.
Ich weiß schon alles, was sie mir sagen und ich nie lernen werde.
In der Wand ein rundes Loch mit Kabeln
die darauf warten, dass man sie anschließt.
Ich geh in unser Zimmer, Lucha schläft,
sie hat eine schwierige Woche vor sich, sie schläft aber,
das heißt: Wenigstens sie
ist am selben Ort.
Ich lege mich hin, blicke durch das umgedrehte Fenster
und frage mich, ob die Sterne zu etwas gut sind.
Als wir klein waren, erklärte man uns mit ihnen,
wo die verstorbenen Familienmitglieder waren.
Ich möchte Türknäufe in ihnen sehen,
wissen, warum ich keinen Schlaf finde,
wissen, in welcher Stadt ich gerade bin,
warum ich nicht hier sein kann, und einfach schlafen.