Una breve y beneficiosa incursión en Alemania. Una crónica
A principios del 2017, el traductor Timo Berger me invitó a participar en un festival de poesía que realizan cada otoño en Alemania y que tiene el curioso nombre de Latinale. Cuando llegó el otoño —es un decir, porque aquí en el trópico siempre es verano—, llené un equipaje con ropa de frío, me dirigí a Punta Cana y abordé un avión junto a un montón de sonrientes alemanas que estaban en bikini y que se apearon en Fráncfort tristes y enfundadas en gruesos abrigos. De hecho, la tarde que llegué a Berlín llovía, el sol se había extraviado y el tráfico se movía con la misma alegría con que pasamos las páginas de un gran libro. Sin embargo, al día siguiente, el sol berlinés extendió sus brazos y me dio la bienvenida.
Los primeros días me fue posible pasear con mis camisas tropicales y sin guantes ni gorro. Por ejemplo, para la inauguración de la Latinale que se llevó a cabo en el Instituto Iberoamericano de Berlín, la temperatura era tan deliciosa como en Santo Domingo. Además, esa calidez coincidió con la actividad «Cartas de poetas del Caribe», donde junto con Alejandro Álvarez, de Puerto Rico, Lina Nieves Avilés, también boricua pero radicada en Berlín, y el alemán Björn Kuhlik, que había vivido una temporada en Cartagena de Indias, leímos y repasamos los temas candentes de la región. Se concluyó que el Caribe es uno de esos experimentos migratorios del que quizá la Europa actual podría aprender. En el caso alemán, la llegada de refugiados sirios ha aumentado la xenofobia y las amenazas yihadistas, y ha empoderado a algunos grupos de ultraderecha. Ante ese escenario, los cuatro no pudimos aportar nada, pero estuvimos de acuerdo en que la mejor arma es el diálogo.
Tras la lectura, fuimos al Neues Ufer, que era el bar que frecuentaba David Bowie cuando vivía en Berlín. Allí, mientras sonaba a todo volumen «Let’s Dance», le fui repitiendo lo anterior a una siria de ojos verdes y ricitos que me habló de la guerra, de su llegada a Alemania como refugiada y de cómo sobrevivía vendiendo pastillas por esa zona. No me animé a comprarle. No solo porque era la primera noche de la Latinale y no quería consumir toda mi energía desde el principio, sino también porque quería ir al Neues Museum a visitar a Nefertiti y para esa ocasión quería disponer de todas mis facultades mentales. Lo maravilloso de la Latinale es que uno cuenta con tiempo para pasear por la ciudad. Pero no solo eso: en Berlín, nos hospedamos en un hostal de la Alexanderplatz que estaba a unos metros de la isla de los museos. Mi rutina fue la siguiente: iba en el día a los museos y en la noche a las discotecas. En Berlín hay tantos que uno podría repetir esta rutina todo un año y aun así le faltarían exposiciones y pistas de baile por conocer.
Además, están todos los monumentos, las plazas, las galerías y los parques. Ante tantos puntos turísticos, uno no tiene más remedio que repetir los clichés: tomarse una foto imitando la postura de César Vallejo frente a la Puerta de Brandemburgo, viajar en el piso superior de los autobuses turísticos, dejar una ramita en la tumba de Bertolt Brecht y Helene Weigel en el cementerio de Dorotheenstadt, dar un vistazo a la ciudad desde el mirador de la Torre de televisión, solearse en Mauerpark, subir los doscientos ochenta y cinco escalones de la Columna de la Victoria para estar lo más cerca posible de la famosa estatua dorada de Niké y ver El Acorazado Potemkin en el teatro Babylon con una orquesta en vivo. Sin embargo, para mí, el momento cumbre fue cuando me topé con el busto de Nefertiti. Llegué como a las once al Neues Museum y corrí por los pasillos en busca del busto. Al distinguirlo a lo lejos, en el interior de una vitrina, rodeado de turistas que intentaban fotografiarlo a escondidas de los de seguridad, me fui emocionando, y cuando lo tuve en frente, imaginé que si le tocaba el cutis lo sentiría tibio, como el de cualquiera de las mujeres que rondaban el museo.
Esa noche volví a leer poesía. En esta ocasión, la lectura se hizo en Lettrétage, una sofisticada galería ubicada en Kreuzberg que se especializa en literatura y arte visual, donde leí junto a los caribeños, la brasileña Adelaide Ivánova y el argentino Miguel Ángel Petrecca. En casi todas las lecturas de la Latinale, se suelen proyectar en una pantalla las traducciones alemanas que realizaron Timo Berger y Rike Bolte. Con esa estrategia se busca que los locales tengan una idea de la poesía que se está haciendo en este lado del mundo. Aparentemente ha funcionado, pues en las lecturas había un público que no entendía español, parte del cual se nos sumó en la cena y en la parranda que se realizó en un local latino llamado La Cantina, donde estuvimos hasta la madrugada bailando salsa, reggaetón y bachata.
Sin embargo, La Cantina me presentaba un dilema. No había venido de tan lejos para bailar ritmos caribeños como acostumbro a hacer en casa. Quería bailar lo que bailan los alemanes. Más que turista, soy de esos viajeros que repiten aquello de «donde fueres, haz lo que vieres». Así que un viernes en la noche, tras una lectura que organizó el Instituto Cervantes, le pregunté a Lina —que lleva varios años radicada en Alemania— cuál era la mejor discoteca de Berlín.
—El Berghain —contestó.
Me fue explicando que es como el Vaticano de los DJ, que está ubicada en una antigua fábrica, que es tan misteriosa y secreta que en la entrada te decomisan los celulares y las cámaras, que la gente llega los viernes y se queda ahí bailando hasta el domingo y que el único inconveniente es que tras hacer una larga fila no existe ninguna garantía de que te dejen ingresar. Pero como somos poetas caribeños y estamos acostumbrados al azar y a la crisis, asumimos el riesgo de que nos reboten y tomamos el metro hasta la estación Ostbahnhof y de ahí alcanzamos a pie un área industrial donde sobresalía una extensa fila. La cola duró una hora y media. Detrás de nosotros había dos DJ argentinos, quienes cada vez que visitan Berlín hacen la fila para entrar al Berghain. A la fecha no han tenido suerte. Sin embargo, ahora estaban esperanzados en que entrarían, y entonces yo pensé en lo que había dicho Lina sobre que el Berghain era como el Vaticano de los DJ y que ellos tenían una oportunidad ahora que el papa es argentino. En un momento nos advirtieron que la discoteca no era para nosotros ya que ahí no tocaban reggaetón y comprendí que se trataba de un par de pelotudos y que por eso nunca habían logrado entrar. Ahora bien, el hecho de que a todos los que estaban delante de nosotros les habían negado el acceso nos fue llenando de pesimismo, y hasta Lina sacó su iPhone para buscar otras opciones de a dónde ir a bailar.
Frente a la entrada había tres bouncers gigantescos. El más alto de los tres tenía gafas oscuras y al vernos se enterneció e hizo un gesto fraternal para que pasásemos. Fue dentro de la discoteca que nos percatamos de que rebotaron a los DJ argentinos. En la entrada, como preámbulo de lo que nos esperaba, vimos a una chica de unos diecinueve años que llevaba con una cadena a un cincuentón que estaba a cuatro patas y completamente desnudo. El desenfreno, el éxtasis y el frenesí de la gente me hizo acordar las alucinantes escenas con que uno se topa cuando va a una fiesta de palos en la isla. Pero lo más extraordinario era la música. Era como si esa noche hubieran convocado a los mejores DJ del mundo. En un momento la música se fue ralentizado, pero a nuestro alrededor la gente seguía moviendo las caderas, agitando los brazos y sacudiendo la cabeza, por lo que le pregunté a Lina la razón de que la música estuviera tan lenta y riéndose me respondió que la pastilla rosada que me dio un rubio tan grande como Thor me estaba haciendo efecto.
Tras varias horas de baile subimos al cuarto piso de la discoteca y entramos a la heladería, donde luego de unas barquillas recuperamos la energía consumida, salimos de la discoteca y nos sorprendimos de que ya había amanecido. Pero no solo había amanecido, sino que era la una de la tarde y todos los brunches habían terminado. Así que del Berghain fuimos a una lectura colectiva que se llevó a cabo en la librería Amarcord. Ahí leímos con una ronquera y un desánimo que embellecían nuestros poemas. El chileno Andrés Anwandter fue el más impresionante. A medida que leía se le iba apagando la voz como si fuese una lucecita hasta que no se oyó más.
De esa manera, terminó la Latinale en Berlín y cada poeta se fue por su lado: Andrés y Alejandro retornaron a sus respectivos países, Lina se fue a Osnabrück y Paula y yo nos fuimos a Múnich. En el caso de Miguel Ángel, se fue a Múnich con un día de antelación, prometiendo que estaría en la lectura. Por lo que Paula y yo partimos en tren, tempranito en la mañana, junto con Timo y la traductora Laura Haber. Durante el trayecto, nos la pasamos bromeando sobre que Alemania empezaba a parecerse al Caribe y a Centroamérica. Pero no solo por la presencia de caribeños y centroamericanos, también debido a que esa mañana había una alerta de huracán hacia donde nos dirigíamos, y sobre todo porque a Paula la había picado en un dedo una arañita tropical y tenía una ampolla descomunal. Como Paula es traductora de portugués, Timo, Laura y yo la consolábamos diciéndole que quizá el veneno de la araña le infundiría el vigor necesario para terminar una extensa traducción que estaba realizando de Machado de Assis.
A pesar de que tuvimos que hacer varios trasbordos, arribamos a tiempo para la lectura programada. En vez de la ciudad colapsada e inundada que esperábamos encontrar por motivo del huracán, Múnich nos dio una bienvenida grata: el cielo estaba despejado y el clima invitaba a pasear. Como en Berlín no paraban de hablar mal de Múnich, estaba alerta a cualquier insinuación o comentario racista, pero tanto en el metro y en las calles como en las cervecerías, el trato siempre fue amable y cordial. Al parecer existe una rivalidad ancestral entre ambas ciudades. Es normal que los bávaros te digan que en Berlín se ha perdido la identidad y que ya no se habla alemán, y que, por el otro lado, los berlineses critiquen el conservadurismo de los bávaros. Esto me lleva a pensar en el proyecto Stolpersteine que ideó Gustav Demning en Berlín para recordar a las víctimas del nazismo. La obra consiste en unos pequeños adoquines de latón que se colocan frente a la que fue la vivienda de la víctima, donde está escrito su nombre, la fecha de nacimiento y la de defunción. La idea es que cada vez que un berlinés se tropiece con estos latones se detenga a recordarlos. Por esta razón, se escogió la palabra stolpersteine, que literalmente significa piedra para tropezar. Cuando se hizo una propuesta de llevar este proyecto a Múnich, las autoridades y las comunidades judías de la ciudad lo vieron con recelo y finalmente se negaron a que lo llevaran a cabo. Quizá por cosas parecidas, muchos berlineses despotrican contra la República de Baviera e incluso uno hasta llegó a decirme que lo único que valía la pena ver en Múnich —una ciudad llena de museos e historia— es un altar dedicado a Michael Jackson.
Esa tarde leímos a las seis en la Librería Española. A mitad del recital, entró Miguel Ángel sudando y jadeando. Al tocarle el turno se excusó y explicó que su retraso se debía a que había estado escalando los Alpes Bávaros, lo que a mí me pareció una excusa sublime, propia de un personaje de Robert Walser, pero que no impresionó al público, como si se hubiera disculpado diciendo que el tráfico estaba horrible. Además de Miguel Ángel, de Paula y de mí, en la lectura también participaron poetas latinoamericanos residentes en Múnich como Agustina Ortiz, Ofelia Huamanchumo de la Cuba, Janet Weber y Jorge Ernesto Centeno Vilca. Ahora bien, lo que más me conmocionó fue un español veinteañero que lleva un año residiendo en la ciudad y que me contó que había llegado a la librería casualmente al ver un afiche en una farmacia. Tras preguntarle cómo había terminado viviendo tan lejos de su casa, me respondió que en España no hay trabajo y que Múnich cuenta en la actualidad con una de las tasas de desempleo más bajas de toda Europa. Según un balance ofrecido por Eurostat, el desempleo en esta región alemana se sitúa en el 2.7 %. Tras la cena, sentados en la Cervecería Hofbräuhaus, me confesó que la lectura le había cambiado la vida y que estaba pensando en renunciar a la fábrica para dedicarse a escribir.
Nuestro último día en la ciudad bávara amaneció gélido. A las diez llegó un guía que nos dio un tour bajo la lluvia helada. Atravesamos la plaza de la Ópera y pasamos frente al monumento a los Generales Bávaros. Cada vez que le preguntaba por el altar de Michael Jackson, el guía se enfadaba y me respondía que Múnich tiene tanta historia que no iban a perder el tiempo en esa tontería. Nos mostró varias iglesias: la Bürgersaalkirche y la de San Pedro. A la última que entramos fue a la catedral de Frauenkirche, donde ofició el papa Benedicto XVI y que es famosa por una huella que se conserva en la entrada y que se dice que pertenece al diablo. La leyenda cuenta que el arquitecto Jörg Von Halsbach hizo un pacto con el diablo para que lo dejara terminar la catedral. Por su parte, el arquitecto se comprometía a construir una catedral sin ventanas. Fue tan astuto que dispuso las columnas de tal modo que desde la entrada no se vieran las ventanas. Por lo que cada vez que el diablo veía la catedral desde la puerta, comprobaba que el arquitecto había cumplido con su parte. Para cuando descubrió el engaño, la catedral había sido consagrada y al diablo no le quedó de otra que pisar tan fuerte en la entrada que quedó la huella estampada como símbolo de su furia.
Después del almuerzo participamos en un taller de traducción y en la noche leímos junto con tres poetas alemanes en el Rationaltheater, un pequeño teatro que era uno de los predilectos de Rainer Werner Fassbinder. Fue la única lectura donde no se usó el proyector. En esta ocasión funcionó a la perfección porque apenas éramos seis y resultaba entrañable escuchar la traducción leída por el poeta de al lado. A Miguel le tocó con la dramaturga Theresa Seraphin, a Paula con el poeta Krister Schuchardt y a mí con la poeta Daphne Weber. Esta cerró leyendo un recio poema que arremetía contra los neonazis, contra los xenófobos y todos esos movimientos de ultraderecha que, dada la problemática terrorista y migratoria, han cobrado fuerza en los últimos años en Europa. Y con ese poema antifascista concluyó oficialmente la Latinale.
Pero esperen, aún no hemos terminado. Resulta que había insistido tanto con lo de Michael Jackson que acabé convenciendo a Timo, a Laura y a un puñado de poetas para que visitáramos el altar del Rey del Pop, ubicado cerca del hotel Bayerischer Hof, que era donde se hospedaba cuando daba conciertos en Múnich, el cual, como me advirtió Laura, no debemos confundir con el hotel Adlon de Berlín, que fue donde Michael Jackson se asomó al balcón con su hijo Prince Michael II y casi lo deja caer. Así que, pese al frío, la hora y la lejanía, fuimos en procesión hasta el altar. Cuando llegamos al parque vimos las ofrendas y los posters con imágenes de todas las épocas del artista estadounidense: la de los Jackson Five, la de Thriller, la de Bad y la de cuando empezó su proceso de blanqueamiento. Además, había corazones hechos en cartulina, velones, retratos y muchas flores. Estuvimos un rato husmeando, hasta que el frío pudo más que nosotros y echamos andar a toda prisa de vuelta al hotel.
2018
Die Poesíe ist ein Zug, der uns nach Hause bringt. Ein persönlicher Bericht des Dichters Frank Báez über die Latinale 2017
Wenn man mich fragen würde, was ich bis in alle Ewigkeit tun könnte, ohne mich dabei zu langweilen, würde ich sagen: Deutschland mit dem Zug erfahren und in jeder Stadt aussteigen und meine Gedichte lesen. Mir kam dieser Gedanke, nachdem ich an der Latinale teilgenommen hatte, einem Festival, das sich – in der Heimat Goethes – der lateinamerikanischen Poesie widmet. Organisiert von den Übersetzer*innen Rike Bolte und Timo Berger, fand es dieses Jahr zum elften Mal statt. Es war nicht nur das erste Mal, dass ich an dieser legendären Veranstaltung teilnahm, sondern auch mein erster Besuch in Deutschland, wohin ich aus meiner Heimat, der Dominikanischen Republik, geflogen war. Ich erinnere mich noch gut, dass die deutschen Urlauberinnen am Flughafen von Punta im Bikini an Bord gingen und in Frankfurt mit langen Gesichtern und eingehüllt in übertrieben dicke Mäntel ausstiegen.
Doch das Klima war selbst für einen Karibikbewohner noch zumutbar. Die ersten Tage konnte ich sogar in meinen tropischen Hemden durch Berlin spazieren. Zum Beispiel zur Eröffnung des Festivals im Ibero-Amerikanischen Institut passte die angenehm warme Temperatur gut zu der Veranstaltung mit dem Titel „Zwischen-poetische Briefe von Dichtern aus der Karibik“, bei der ich mit Alejandro Álvarez Nieves und Lina Nieves Avilés (Li), beide aus Puerto Rico, und dem deutschen Dichter Björn Kuhligk las und wir uns gemeinsam Gedanken über unsere Heimatregion machten. Wir kamen zu dem Schluss, dass die Karibik eines der ersten Migrationsexperimente darstellt, von der das heutige Europa lernen könnte. Im Fall Deutschlands hat die Ankunft syrischer Schutzsuchender die Ausländerfeindlichkeit und die dschihadistische Bedrohung erhöht sowie ultrarechte Gruppen gestärkt. In Anbetracht dieses Szenarios waren wir vier einer Meinung: Die beste Waffe ist der Dialog. Im Neues Ufer, einer Bar, die David Bowie in seiner Berliner Zeit besuchte, wiederholte ich nach der Lesung diesen Gedanken im Gespräch mit einer Syrerin mit grünen Augen und Locken. Sie erzählte mir vom Krieg, von ihrer Ankunft in Deutschland und davon, wie sie mit dem Verkauf von Pillen überlebt.
Ich traute mich nicht, ihr etwas abzukaufen. Nicht nur, weil es der erste Abend der Latinale war und ich nicht meine ganze Energie gleich zu Anfang verpulvern wollte, sondern auch, weil ich am nächsten Morgen die Nofretete im Neuen Museum besuchen und bei dieser Gelegenheit über all meine geistigen Kapazitäten verfügen wollte. Das Wunderbare an der Latinale ist, dass man im Gegensatz zu Poesiefestivals in Lateinamerika genügend Zeit hat, die Städte kennenzulernen.
Aber nicht bloß das: In Berlin brachten uns die Organisator*innen in einem großartigen Hostel in der Nähe des Alexanderplatzes und fast neben der Museumsinsel unter. Mein Tagesablauf gestaltete sich wie folgt: Vormittags ging ich in die Museen und nachts in die Clubs. In Berlin gibt es so viele, dass man das ein ganzes Jahr lang machen könnte und immer noch nicht alle Ausstellungen und alle Tanzflächen gesehen hätte.
Aber gut, an besagtem Morgen rannte ich durch die Gänge des Neuen Museums und suchte die Büste der Nofretete, die ich schon immer einmal sehen wollte. Als ich sie von Weitem schon erkannte – im Innern einer Vitrine und umringt von Tourist*innen, die versuchten, sie unbemerkt von den Aufpasser*innen zu fotografieren –, rührte sie mich an: Lange Minuten stand ich verzückt vor ihrer Büste und stellte mir vor, dass ich, würde ich sie berühren, die Wärme ihrer Haut spüren würde, als wäre sie lebendig.
An diesem Abend fand die Lesung mit dem Titel „In anderen Worten“ in der Lettrétage statt. Dort trat ich wieder mit Li und Alejandro auf. Letzterer trug die Gedichte der Honduranerin Mayra Orihuela vor, die nicht kommen konnte. Die Mexikanerin Paula Abramo lieh ihre Stimme ihrem Landsmann und guten Freund, dem Dichter Alejandro Tarrab, dessen Haus beim jüngsten Erdbeben in Mexiko-Stadt unbewohnbar geworden ist. Ebenfalls lasen die Brasilianerin Adelaide Ivánova und der Argentinier Miguel Ángel Petrecca. Bei fast allen Lesungen der Latinale werden die deutschen Übersetzungen auf eine Leinwand projiziert. Dadurch kann nicht nur die hispanoamerikanische Community in Deutschland die Lesungen genießen, sondern auch Deutsche können die Texte verstehen und aktuelle Lyrik aus Lateinamerika erleben. Offensichtlich funktionierte das Konzept, denn bei der Lesung bemerkte ich ein heterogenes Publikum, von dem sich uns ein Teil zum Abendessen im Café do Brasil am Platz der Luftbrücke anschloss und auch noch dabeiblieb, als wir, angeführt von Betty Konschake, einer der Koordinatorinnen der Latinale, in einen Latino-Schuppen weiterzogen, der La Cantina heißt und wo wir bis zum Morgengrauen Salsa, Reggaeton und Bachata tanzten.
Dennoch brachte mich La Cantina in ein Dilemma. Ich war doch nicht von so weit hergekommen, um ganz wie zu Hause auf karibische Rhythmen zu tanzen. Ich wollte tanzen, was die Deutschen tanzen. Weniger als ein Tourist bin ich einer dieser Reisenden, die dem alten Spruch folgen: „Wohin du auch gehst, tu, was du siehst.“ Deswegen fragte ich am nächsten Abend nach der Lesung im Instituto Cervantes Li, die seit mehreren Jahren in Deutschland lebt, welchen Club Berlins sie für den besten hält.
„Das Berghain!“
Sie erklärte mir auch, dass das Berghain der Vatikan der DJs sei, dass sich der Club in einer alten Fabrik befände, dass die Leute dort von Freitag bis Sonntag durchtanzten und dass das einzige Problem sei, dass man in einer langen Schlange warten müsse und das ohne die Garantie, hineingelassen zu werden. Nachdem wir Alejandro, einen ausgemachten Diskofeind, überzeugt hatten, mitzukommen, fuhren wir mit der U-Bahn in ein Industriegebiet, in dem sofort eine lange Schlange und die Dealer*innen auffielen, die alle möglichen Arten von Drogen vertickten.
Wir standen anderthalb Stunden an. Hinter uns warteten zwei argentinische DJs, die sich immer, wenn sie nach Berlin kommen, vor dem Berghain anstellen, bisher aber stets abgewiesen worden sind. Sie waren dennoch zuversichtlich. Da fiel mir wieder ein, was Li gesagt hatte, dass das Berghain für die DJs wie der Vatikan sei, und ich dachte, dass sie mit dem argentinischen Papst Francisco nun vielleicht eine Chance hätten. Jedenfalls sorgte ihre Gegenwart dafür, dass wir uns auch alle möglichen Erwartungen machten. Als wir an die Reihe kamen, waren wir aufgeregt, denn sie hatten fast alle vor uns abgewiesen. Der Blick eines Riesen mit Sonnenbrille blieb allerdings auf meinem tropischen Hemd haften und er gab dem links von ihm ein Zeichen, uns vorbeizulassen. Erst im Club verstanden wir, dass sie die argentinischen DJs nicht hineingelassen hatten.
Ich könnte sehr lange vom Berghain erzählen, deswegen spare ich mir das für einen anderen Bericht auf. Ich erwähne hier nur, dass wir den Club um neun Uhr morgens verließen und direkt zur Lesung um elf im Buchladen Amarcord gingen. Zweifellos war diese Lesung eine der intimsten der Latinale, nicht nur weil die Enge des Ladens die Intimität regelrecht erzwang, sondern auch, weil wir alle verkatert mit heiseren Stimmen lasen, was der Atmosphäre sehr angemessen schien.
Der Chilene Andrés Anwandter war schon von Anfang an heiser gewesen, aber bei voranschreitender Lesung verlor er die Stimme ganz, so als würde er eine Performance über das Verstummen aufführen. Doch wer wirklich eine Performance hinlegte, war die Argentinierin Tálata Rodríguez, die ihre Gedichte aus dem Gedächtnis vortrug und sie mit großem Talent inszenierte. Die Peruanerin Tilsa Otta beendete die Lesung mit dem Gedicht „Die Poesie ist die große Spielverderberin“. Während sie las, schaute ich durch das einzige Fenster der Buchhandlung, vor dem man den nicht enden wollenden Regen von Herbstlaub sah, bis plötzlich Stille eintrat und wir wussten, dass die Latinale in Berlin zu Ende gegangen war.
Dann begann der Exodus. Andrés und Alejandro flogen in ihre Länder zurück. Li fuhr nach Osnabrück. Tilsa und Tálata nach Bremen. Für Paula, Miguel und mich ging es nach München. Doch Miguel brach schon einen Tag vor unser Abreise auf und sagte, wir sähen uns dann bei der Lesung. Weswegen wir ohne ihn mit dem Zug und den Übersetzer*innen Laura Haber und Timo Berger losfuhren. Obwohl wir mehrmals unvorhergesehen umsteigen mussten, kamen wir noch rechtzeitig an.
Das Klima in München war so herrlich warm, dass ich wieder eins meiner tropischen Hemden tragen konnte. Dabei hatten die Leute in Berlin mir nur Schlechtes über München erzählt. Anscheinend existiert eine uralte Rivalität und wenn man die bayrische Stadt verteidigt, antworten die aus Berlin, dass in München die Partei der Nazis gegründet wurde, und man weiß nicht mehr, was man sagen soll. Eigentlich wusste ich fast nichts über München. Über Whatsapp hatte ich ein Foto eines Michael-Jackson-Altars gegenüber dem Hotel Bayerischer Hof bekommen, und nun erinnerte ich Laura und Timo bei jeder Gelegenheit daran, dass sie mich unbedingt dort hinbringen sollten.
Wir lasen um sechs Uhr abends in der Spanischen Buchhandlung. Wenige Minuten nach Beginn der Lesung erschien ein verschwitzter und keuchender Miguel Ángel Petrecca. Erst später erfuhren wir, dass er gerne wandert und gerade die bayrischen Alpen heruntergekraxelt war. Neben Miguel, Paula und mir lasen in München lebende lateinamerikanische Dichter*innen: Agustina Ortiz, Ofelia Huamanchumo de la Cuba, Jannet Weeber und Jorge Ernesto Centeno Vilca. Was mich in der Tat am meisten bewegte, war ein junger Spanier, der seit einem Jahr in München lebt, und mir erzählte, dass er zufällig in die Buchhandlung gekommen sei, weil er in einer Apotheke ein Plakat gesehen hatte. „Diese Lesung hat mein Leben verändert“, sagte er mir auf eine derart überzeugende Weise, dass ich selbst anfing, an die Macht der Worte zu glauben.
Bereits im Bett liegend, dachte ich nach und mir kam der Gedanke, dass Poesiefestivals sehr gut Züge sein könnten, in die diejenigen einsteigen, die zur Sprache ihrer Heimat zurückkehren wollen. Und da musste ich nicht nur an den jungen begeisterten Spanier denken, sondern auch an meinen Freund Miguel D. Mena, der seit den 1980ern in Berlin lebt und auf allen Lesungen gefilmt hat, an meinen Cousin David und seine Freundin Tao, die aus Frankfurt anreisten, um mich lesen zu sehen, und an meinen russischen Freund Alexei Kolejov, der, besessen davon, Spanisch zu lernen, aus Sankt Petersburg gekommen war, auch um mich lesen zu sehen, und der nach den Lesungen alle Dichter*innen nach Wörtern und verbalen Konstruktionen fragte, die er nicht verstanden hatte. All das setze ich gegen das, was ich bei einem Abendessen in Berlin gefragt worden war: Als der Gastgeber erfuhr, dass ich zu einem Poesiefestival gekommen war, fragte er mich, ob es überhaupt Sinn mache, weiter zu schreiben. Ich hatte ihm nicht geantwortet, aber eigentlich hätte ich ihm sagen sollen, dass viele Menschen auf diesen „Poesie“ genannten Zug warten und dass viele ihn bereits verpasst haben, ohne es zu bemerken.
Aber zurück nach München: Unser letzter Tag in der bayrischen Stadt brach eisig an. Um zehn Uhr holte uns ein spanischsprachiger Fremdenführer ab, der mit uns eine Tour im kalten Regen machte. Immer, wenn ich ihn auf den Altar von Michael Jackson ansprach, sagte er, dass München so viel Geschichte besäße, dass wir keine Zeit mit diesem Blödsinn verschwenden könnten. Am Nachmittag nahmen wir an einem Übersetzungsworkshop in der Ludwig-Maximilians-Universität teil und abends lasen wir zusammen mit drei deutschen Autor*innen im kleinen Rationaltheater, das, wie mir erzählt wurde, eines der liebsten von Rainer Werner Fassbinder war. Es war die einzige Lesung, bei dem kein Beamer zum Einsatz kam. Doch es funktionierte hervorragend, denn wir waren nur sechs und es war eine emotionale Erfahrung, die Autorin neben dir deinen eigenen Text auf Deutsch lesen zu hören. Miguel trat zusammen mit der Dramaturgin Theresa Seraphin auf, Paula mit dem Dichter Krister Schuchardt und ich mit der Dichterin Daphne Weber. Letztere schloss die Lesung mit einem deftigen Gedicht ab, das den Titel „Hasstext“ trug, eine Art Anklage gegen die Neonazis und alle ultrarechten Bewegungen, die in den vergangenen Jahren nicht nur in Deutschland, sondern in ganz Europa erstarkt sind. Und mit diesem antifaschistischen Gedicht ging die Latinale offiziell zu Ende. Aber wartet, wir sind noch nicht fertig. Ich hatte wohl doch lange genug Michael Jackson erwähnt, dass ich schließlich Laura, Timo und eine Handvoll Dichter*innen überzeugen konnte, den Altar des King of Pop zu besuchen. So trotzten wir der Kälte, der späten Uhrzeit und der zurückzulegenden Entfernung und unternahmen eine feierliche Prozession. Als wir vor ihm standen, verneigten wir Dichter*innen uns, legten die Festivalflyer ab und innerhalb weniger Minuten hatten wir uns verstreut.
Der Text erschien zuerst in den Lateinamerika Nachrichten Nummer 522 - Dezember 2017.